"Un hombre feliz no puede ser escritor"
El escritor estadounidense de 'La costa de los mosquitos' y 'El gran bazar del ferrocarril', monumento vivo de la prosa de viajes, es entrevistado por el autor peruano de 'Abril rojo', uno de los grandes valores de las letras latinoamericanas
Paul Theroux. ¿Una entrevista? Si quieres siéntate ahora, hablamos y lo publicas. Pero no me hagas una entrevista.
Paul Theroux (Medford, Massachusetts, 1941) no cree tener nada relevante que decir sobre nada. No se considera bueno para hablar. Según él, un escritor de viajes debe saber escuchar. En vez de dejarse entrevistar, es él quien me ametralla preguntas: "¿de dónde eres?", "¿qué se come ahí?", "¿vas con frecuencia?", "¿la crisis ha golpeado fuerte?". Lo que le interesa, por deformación profesional, ocurre siempre fuera de sí mismo.
Y sin embargo, Theroux, un nombre habitual en las quinielas del Nobel, es el plato de fondo en el festival de literatura de viajes de Matosinhos, en Portugal. Los organizadores del festival no pueden creer que haya venido. Dicen que rechaza constantemente invitaciones de Londres, París y Berlín, pero ha volado desde Honolulú durante un día entero para pasar sólo tres en una pequeña localidad vecina a Oporto.
P. T. Este país ha sido importante para la historia de Hawai -explica mientras evalúa el vino verde de su copa-. El famoso ukelele es el cavaquinho que llevaron los colonizadores portugueses. Hawai no tiene muchos instrumentos musicales, así que es de agradecer.
Santiago Roncagliolo. Haruki Murakami también vivía en Hawai. ¿Lo conoce usted?
P. T. Somos amigos. Él incluso ha traducido algunos textos míos al japonés. Pero no estoy seguro de entenderlo por completo. Es alguien muy enigmático.
Resulta curioso que haya algo que Theroux no pueda entender. Habla varios dialectos africanos, ha atravesado América desde Boston hasta la Patagonia y Eurasia desde Londres hasta Tokio (dos veces). Ha escrito sobre la India, y más o menos, sobre cualquier otro lugar. De todos modos, hay un lugar que no le cabe en la cabeza: su propio país, Estados Unidos.
P. T. Gran parte de nuestra política exterior ha sido una gigantesca pérdida de tiempo. La guerra de Vietnam, por ejemplo. Murieron dos millones de vietnamitas y casi 100.000 americanos. ¿Para qué? Hoy en día, en algunos sentidos, Vietnam es un país muy capitalista.
S. R. ¿Cree usted que Estados Unidos cambie con Obama?
P. T. Me gusta Obama, pero no tanto como esperaba. Buena parte de su equipo representa más de lo mismo. Larry Summers siempre ha ido a por la pasta, sin más. Emmanuel Rahm es un socio del Estado de Israel. Y Hilary Clinton es la derecha pura y dura.
Theroux no oculta sus convicciones políticas, que de hecho, han determinado su vida. Durante su juventud, fue objetor a la guerra de Vietnam y tuvo que desaparecer del país para eludir el llamamiento a filas. Aunque en esa decisión latía también su vocación de escritor.
P. T. Viajar es crucial para escribir. Cuando alguien me pide un consejo para ser escritor, siempre le doy dos: lee mucho y lárgate de tu casa.
Aun así, después de seis años en África y tres en Singapur, Theroux descubrió que no tenía ninguna idea para una novela. Decidió que si no podía inventar una historia, viviría una. Le anunció a su esposa que pasaría seis meses fuera (ahora, claro, ella es su ex esposa). Y se subió a todos los trenes que hicieron falta para ir de Londres a Tokio y luego contarlo. El gran bazar del ferrocarril se convirtió en su primer gran éxito, y marcó su medio de transporte favorito.
P. T. Prefiero los trenes porque en ellos puedes hablar con la gente. Cuando viajo, no me interesan los edificios y los monumentos. Lo que busco es la arquitectura humana.
Esos años iniciales también fueron marcados por una amistad: la de V. S. Naipaul, que leyó los primeros escritos del joven Theroux y lo animó a publicar. Con el tiempo, Naipaul ganaría el Premio Nobel de literatura pero perdería la amistad de Theroux. La sombra de Naipaul, su libro más polémico, narra la historia de esa relación hasta su amargo final.
P. T. Yo quería escribir sobre la amistad. Hay muchos libros sobre el amor o la paternidad, pero hay muy pocos sobre la amistad. Y sin embargo, se trata de un sentimiento más intenso, porque es definitivo: puedes volver a relacionarte con tus ex novias, pero cuando pierdes un amigo, lo pierdes para siempre.
S. R. ¿Narrar una relación es muy distinto que narrar un viaje?
P. T. Es mucho más difícil. El libro removió muchas cosas en mi interior. A veces me descubría llorando mientras escribía. A mi edad, muchos escritores escriben sus autobiografías. Pero yo no haré eso. A lo mejor escribo una novela autobiográfica, pero nada más. Lo mío es viajar.
En el año 2006, Theroux repitió la ruta de Londres a Tokio. Quería volver a tomar todos los trenes, visitar las estaciones, incluso buscar a las mismas personas que había encontrado 34 años antes, para saber qué seguía igual y qué no. Muchas cosas sólo se habían mudado de lugar. La guerra, por ejemplo, se había trasladado de Vietnam a Afganistán. Pero algo sí había cambiado por completo: él mismo.
P. T. Cuando envejeces, te vuelves invisible. Nadie se te acerca, nadie te habla, nadie trata de venderte nada. Y eso es perfecto para un escritor de viajes. Te permite observar sin interferencias.
S. R. ¿Cuál es la diferencia entre un viajero y un turista?
P. T. El turismo se hace para pasarla bien. Los viajes de verdad se hacen para pasarla mal. Un viaje pone a prueba tu ingenio, tu fuerza y tu capacidad de supervivencia.
S. R. ¿Hay algún lugar que usted considere su hogar?
P. T. Boston. Pasé ahí mi infancia en una familia muy numerosa. Por eso soñaba con viajar. En medio de esa tribu, echaba de menos un espacio personal. Mi madre aún vive ahí. Acabo de visitarla por su cumpleaños. Tiene 98 años. Mi padre murió a los 86.
S. R. Tiene una familia longeva. Dicen que eso se hereda...
Theroux toca madera sobre la mesa, y al hacerlo revela el tatuaje en el dorso de su mano derecha: un ave migratoria que le pintaron en Hawai. Alrededor de la muñeca izquierda lleva una serpiente que se muerde la cola. Nos han traído el café y su atención se desvía hacia un escritor angolano en la mesa de al lado. Sospecho que es hora de dejarlo en paz. Al levantarme, lo felicito por su vida:
S. R. Viaja mucho, se dedica a escribir, vive en Hawai... Tiene que estar feliz, ¿no?
Él se cala sus gafas redondas de explorador antiguo. A sus espaldas, el Atlántico se estrella contra las rocas de la costa.
P. T. Un hombre feliz no puede ser escritor -se despide-. Está demasiado ocupado siendo feliz.
(Fuente:El País)
Comentarios
Publicar un comentario