11-S

En estos días en los que la televisión se llena de imágenes del 11-S, no puedo evitar recordar mi primera visita a Nueva York. Era un caluroso mes de julio. Decidí parar en mi camino de vuelta a Carolina del Norte y pasar unos días en la Gran Manzana. Mi hermana me consiguió una habitación en un hotel de la 6ª Avenida a muy buen precio, así que allí establecí mi campamento base para explorar la gran ciudad. Mi intención era visitar los famosos museos de la City y perderme por las calles de Manhattan, buscando sitios que mi mitología cinematográfica había dejado indeleblemente marcados en mi memoria.

Visité el Iron Flat, el Empire State Building, el Puente de Brooklyn, el Museo Guggenheim, El MOMA... Creo que nunca he andado más que en esos días.

Recorrí sus calles ensimismado por las dimensiones de sus edificios, la variedad universal de personas que caminaban junto a mi; paraba en todos los vendedores de comida ambulante a reponer fuerzas, entraba en todas las tiendas de instrumentos musicales, librerías, galerías de arte.

Pero hubo un lugar que no busqué, ya que no lo tenía presente como otros: el World Trade Center. No lo busqué, pero me lo encontré sin proponérmelo en una de mis salidas. Recuerdo que fue en uno de los últimos días de mi estancia allí. Ya me había acostumbrado al entorno, así que no caminaba mirando hacía arriba, oteando las alturas de los rascacielos, sólo paseaba disfrutando de la ciudad a mi alrededor. Paré en una plaza a comer un perrito caliente, sentado en unos escalones, junto a ejecutivos y otros turistas. Mientras devoraba con fruición mi hotdog, miré hacia arriba en busca del azul del cielo y allí estaban, desafiando la gravedad, como gigantescas columnas que sostuvieran con su porte colosal la bóveda celeste, las dos torres del World Trade Center. Disfruté de la visión brevemente, ajeno a la significación que en un par de años iba a tener el lugar en el que me encontraba, para dirigirme después a contemplar el Puente de Brooklyn y el barrio homónimo desde Water Street.

Ahora, cuando se cumplen 8 años de los ataques terroristas que echaron abajo las dos torres, me fastidia haber estado allí y no prestar más atención al lugar, pensando que iban a estar allí por siempre. Craso error por mi parte, especialmente siendo historiador de carrera: nada dura eternamente; lo que no borra el paso del tiempo, lo destruye el hombre.

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