Duermevela
Llevo dos noches sin dormir a cuenta de Gañán. Adoptar un gatito tiene estos inconvenientes, pero es un recordatorio muy apropiado para mi edad sobre los peligros de incorporar sangre nueva a la unidad familiar. Nada más observando a mi pobre gato Mateo, padre accidental que está sufriendo en sus carnes la actividad del cachorro, se me quitan las ganas de volver a traer un hijo a este mundo. No sólo le ha permitido que se enganche a sus secas tetillas para que no eche de menos a su madre, además tiene que sufrir el constante acoso del pequeño, que lo sigue a todas partes, por no mencionar que ahora comparte plato con él. Sé que un cachorro de gato no es comparable a un niño, aunque la Conferencia Episcopal así lo concibe, pero recuerda mucho en los cuidados y atenciones que se deben prestar a un bebé. Podría quedarme dormido y olvidarme del gatino, no en balde está mucho más preparado que su homólogo humano, pero algo en mi interior me hace permanecer en duermevela. Tengo un instinto paternal muy desarrollado, algo oculto tras la misantropía de la que hago gala, máxime cuando a Gañán lo recogí yo de la calle con mis propias manos.
Al menos, no dormir me está devolviendo al placer de madrugar para salir a tomar café a la calle, comprar el periódico y pasear por Cádiz con la brisa de la mañana. Además me queda el gusto de la venganza, servida bien fría: desde que llegó Mateo, mi mujer duerme la siesta con él en vez de conmigo. Ahora, con la llegada de Gañán, es él el que ocupa el lugar que antes ocupaba Mateo durante la siesta. Quién a hierro mata, a hierro muere.
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