El sublime posnuclear


Takashi Murakami, que expone en el Guggenheim, propone el concepto superflat para validar la enorme apreciación del manga, los videojuegos y las artes de la subcultura popular japonesa.

Un frío amanecer de invierno de 1995, Miyawaki Shuichi, alto ejecutivo de una empresa de juguetes manga, se dispuso a dar un largo rodeo desde Osaka hasta una pequeña aldea cercana a Kobe para contemplar la desolación causada por el terremoto Gran Hanshin. "La charca / Una rana salta dentro / La vida es efímera -anota en su diario a la manera de un haiku- / Me siento insensible frente a la desgracia / Gamera lo ha interpretado mal". Nada de aquel desastre natural parecía real para aquel hombre acostumbrado a las verosímiles sagas televisivas tokusatku (efectos especiales) en las que la gigantesca tortuga mutante Gamera reducía a ciénagas las ciudades japonesas después de librar sus batallas con bestias informes que se engendran a sí mismas eternamente. Aquel purgatorio real de Kobe le sirvió a Shuichi de falsa fe para su sensibilidad otaku. Era evidente que Gamera no había hecho bien su trabajo. Para crear un efecto de destrucción realista, se habría tenido que dar el espectáculo estético de una amalgama de escombros sepultando las últimas fuerzas de unos cuerpos quebrantados, y la complicidad de un oportuno realizador sobre el escenario correcto. Pero habían pasado demasiados días desde la última réplica sísmica. Cuando, en 1986, el volcán Mihara entró en erupción, el equipo de producción de Godzilla viajó rápidamente a la pequeña isla de Oshima, al sur de Tokio, para rodar la evacuación de sus diez mil habitantes. Aquellos sí que eran auténticos directores.

Verano de 1945, la estación donde termina la historia y comienza el infierno. Sobre las monótonas ruinas de un Estado-nación convertida en guiñol del Gobierno americano nacerá la feliz arcadia de un pueblo derrotado incapaz de distinguir entre el bien y el mal. A partir de aquel escenario posatómico, una generación de creadores vinculados a las formas de vida otaku (literalmente, "en casa") idearon la estética manga. Extremadamente sentimentales, eran el fiel trasunto japonés de los hippies americanos. La Exposición Internacional de Osaka de 1970 titulada Progreso y armonía de la humanidad simbolizó su primera ilusión contra el trauma, la que les permitió soñar en un futuro libre de fronteras donde la tecnología y la conquista del espacio hacían posible creer en un mundo mejor. Pero el futuro nunca llegó. Hoy aquellos niños son padres, y aunque sus sueños han desaparecido, se sienten incapaces de renunciar a ellos.

La alegorización de Japón fue tan insatisfactoria que, durante décadas, toda una generación creció encerrada en su habitación. Obsesionados con almacenar información, aquellos jóvenes sentían que la paz había sido transformada por un único sentido del tiempo frente a la televisión. Ni salvados ni condenados a un fundido definitivo con la historia, eran incapaces de distinguir entre el interior de la información que generaban los media y la realidad exterior. Gamera siempre hacía bien su trabajo.

La nutricia América les enseñó que la verdadera razón de la vida era el sinsentido, y les adiestró para vivir en él. Sus férreas jerarquías se desmantelaron. Los japoneses fueron forzados a entrar en un sistema que ya no producía "adultos", sino seres irresponsables. Little Boy era el nombre-código de la bomba que había caído sobre Hiroshima en la húmeda estación donde la historia termina y comienza el infierno. Surge así toda una narrativa de la humillación nacional basada en una política de infantilización. De esta forma, desarrollaron una dependencia de los americanos que comenzó con la ocupación y continúa hasta hoy, de lo que resulta la negación del ser adulto y la nación. En otras palabras: el pueblo japonés había renunciado a crecer. Impactados por una fijación preadolescente con la estética de la fantasía, el país emerge hoy como el último little boy.

La subcultura japonesa debe entenderse como un juego dinámico y ambivalente, entre el deseo de escapar de un histórico abandono y volver al limbo infantil. La historia, como casi todo en Japón, vuelve a nacer como símbolo más que como hecho, como entretenimiento, más que como documento, como disneyficación antes que revolución adulta.

La última generación otaku ya no está aislada socialmente. Respetados en todos los estratos sociales, continúan muy vivos porque se transforman constantemente. En cada dominio, descubren un espacio donde poder intercambiar eros y conciencia. En este contexto surge la obra de Takashi Murakami (Tokio, 1962). Su generación coincide con el éxito de los primeros salvajes simulados animanga (manga y anime) gracias a las series de referencia de los setenta, Yamato y Gundam, el Guerrero Móvil, dos títulos que son a la cultura otaku lo que el urinario de Duchamp al arte moderno. Todas las series manga posteriores son interpretaciones y reinterpretaciones de aquellos paradigmas.

A pesar de sus detractores -pero sobre todo, a pesar de sí mismo-, el trabajo de Murakami es un intento de analizar el significado de lo que es arte en Japón. Etiquetado como neopop, éste es, sin embargo, un término demasiado simplista acuñado por el vencedor, que no puede convencer al vencido. Murakami prefiere la etiqueta "superplano" que desarrolló en las exposiciones Superflat (2000), Coloriage (2002), Little Boy (2005). Fue en aquella trilogía donde realmente se percibe al arqueólogo abstruso del carácter nacional japonés.

El color brillante, las figuras estilizadas y la ausencia de espacio ilusorio definen el linaje en el arte japonés que une los rollos Genji y Heiji monogatari con los ukiyo-e, los Nihonga y el manga posbélico. El trabajo de Murakami interconecta las bellas artes con las populares, ya que la distinción alta/baja cultura nunca existió en el arte premoderno japonés, que prefirió el término bijutsu, creado en 1873 como parte de un programa de modernización del Gobierno Meiji para llevar a Japón a la "altura" del arte occidental. Antes de esa curiosa importación, el arte se producía y consumía como oficio, decoración o ritual. En un intento de reconstituir esta "no jerarquía", Murakami propone el concepto superflat para validar la enorme apreciación de los tebeos manga, los videojuegos y las artes de la subcultura popular japonesa. Si Warhol había elevado los productos comerciales desde el supermercado a la galería y al museo, Murakami extiende el concepto fine arts hacia el espacio global del mercado que definirá el gusto urbanita exótico.

Hasta aquí el Murakami sociólogo del arte. En las salas del Guggenheim Bilbao se puede encontrar su macrotienda, comisariada por Kaikai Kiki Co., Ltd. y Paul Schimmel a la manera de una retrospectiva. Pura celebración comercial de la subcultura POKU (pop + otaku). También se incluyen algunas piezas de su época como artista de finales de los noventa, que explican la curiosa evolución de su primer avatar de cómic, Mr. DOB (el primo asiático del ratón Mickey) hasta crear su estilo inconfundible, con los gemelos bipolares, setas atómicas, enormes cabezas de sentido escatológico, el sado-cute de niños priápicos y valquirias tuneadas, cyborgs y, por encima de todo, los ojos gigantes (jellyfish) y las margaritas multicolor creadas para la firma LVMH.

En Murakami, los opuestos son exagerados hasta el extremo, lo infantil hacia lo libidinal, lo seductor hacia lo terrible, lo kitsch hacia lo inimaginable vistoso. Como diseñador, pretende demostrar cómo la experiencia nacional de la derrota ha creado una subcultura gráfica obsesionada con el llamado "sublime posnuclear", una estimulante mezcla de terror y deseo, como se ve en la serie Time Bokan, donde un hongo nuclear multicolor es descrito como la abstracción que habría hecho un niño del horror hasta el punto de parecer "lindo" (kawaii). Hasta la pequeña y alucinógena economía puede convertirse dentro del museo en un arte de la nada. 

(Fuente:El País)

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