Arqueología y sociedad.

   Hace tiempo que vengo reflexionando acerca de las implicaciones que tiene la arqueología en la sociedad actual. Cuando los medios de comunicación se hacen eco de algún hallazgo arqueológico, lo hacen en dos vertientes bien opuestas: o bien es a modo de presentación pública de un posible caso de retraso en una obra significativa -para lo cual los plumillas del sensacionalismo se dejan asesorar por la parte presuntamente perjudicada, el promotor, para salir en defensa del desarrollo y el progreso frente al egoísmo de los arqueólogos que pretenden conservar todo aquello que desentierran-, o bien es para defender lo indefendible, la pervivencia de restos sin valor que, por el clamor popular debidamente desinformado, se convierten en la panacea que devolverá a un barrio su esencia fundacional. Lo que hay en común en ambas tendencias es la falta de información directa sobre el asunto. Es raro ver publicada la opinión literal de un profesional de la arqueología en un periódico, es más fácil tergiversar las palabras y distraer con hermosas fotografías del paisaje la atención del lector poco avispado.

    El desconocimiento general de los procedimientos establecidos en la Ley de Patrimonio, y en el actual Reglamento de Actividades Arqueológicas, legislación rectora del trabajo diario de los arqueólogos, hace que se vea a estos profesionales como estudiosos casi de lo oculto. La ley recoge la obligatoriedad de los profesionales a obtener el beneplácito de la Delegación de Cultura para emitir cualquier nota de prensa, sutil modo de censurar en una democracia. Del mismo modo, la opinión del profesional es recibida por la administración como un pataleo de niño enfadado, llegando incluso a ponerse en duda la palabra de éste, frente a la de los que defienden los intereses del promotor de la obra en cuestión. Y en este saco entran todos: la Delegación de Cultura, los miembros de la Comisión Provincial de Patrimonio Histórico, alcaldes con amistad política, alcaldes con enemistad política; profesores de universidad con empresa privada a nombre de la señora, inspectores tendenciosos, etc.

   El arqueólogo de calle se ve entonces indefenso, solo ante la opinión parcial y partidista de personas que opinan sin más elementos de juicio que los contenidos en la argumentación de los técnicos y los burócratas de la administración. Éstos últimos, comparsas mudas a la fuerza de los políticos que les imponen a uno u otro delegado, siguiendo criterios de docilidad y manejabilidad del sujeto en cuestión. Con lo que no cuentan es con los arqueólogos que no están en esto para hacerse millonarios, generalizada opinión que, desde los sesudos círculos académicos y/o los esforzados trabajadores del sector público, se tiene a menudo de los que trabajamos "para la calle". Si yo hubiera querido ser millonario, me hubiera metido a político, mafioso, o constructor; pero nunca hubiera estudiado una carrera que, desde el principio, me condenaba casi con seguridad a las listas del INEM. Y si hubiera querido notoriedad científica o social, me hubiera metido a descubrir la vacuna del cáncer, o en Gran Hermano, respectivamente.

   El interés del arqueólogo profesional siempre está en que se cuide y salvaguarde la herencia del pasado, ya sea a través de la documentación de los restos arqueológicos, en la  mayoría de los casos, ya en la conservación in situ de aquellos vestigios que merezcan ser respetados por tener un significado de importancia para las generaciones venideras; lamentablemente, este caso, en pocas ocasiones. También en la divulgación de los resultados de sus investigaciones, extremo al que también están obligados por la legislación, aunque sea sin cobrar un solo céntimo. La mayoría lo hace por amor al arte y por ética profesional, al contrario de muchos reputados profesores de universidad entre quienes es raro no pasar la gorra tras cada conferencia, ponencia, o participación en algún evento. Y eso, a pesar de percibir sus emolumentos del dinero de todos, si pertenecen a una institución académica pública.

   No le busquen más significados ni intereses, es lo que hay.

  Cuando los arqueólogos recién titulados me piden consejo, siempre les digo lo mismo: que aquí no tenemos futuro porque somos una sociedad que huye de su pasado reciente, abomina de su pasado cercano, e ignora, más allá del folclore y la leyenda, su pasado enterrado.

  Ahora con la crisis del ladrillo, la situación se agrava con la perdida de puestos de trabajo, y el arqueólogo se vuelve a su casa a sobrevivir a duras penas hasta que le surge un nuevo proyecto. También hay quien deja la profesión para dedicarse a estudiar una oposición que le garantice la subsistencia, a la par que proseguir con la arqueología a nivel aficionado. Podría describir una enorme variedad de situaciones. Pero también hay arqueólogos que, ante la dificultad de encontrar trabajo en casa, hacen la maleta, y se marchan allá donde puedan seguir formándose y desarrollando una profesión que, dicho sea de paso, ni siquiera existe para el Ministerio de Trabajo, ni tiene epígrafe propio para Hacienda, ni tiene convenio laboral.

   Es por todo ello que, a pesar de los pesares, esta profesión mantenga su aire romántico de antaño. Seguimos siendo una piedra en el zapato de los cantores de gestas históricas que se empeñan en afirmar que cualquier tiempo pasado fue mejor. Los receptores del legado de los que no tenían nada más que dejar que su pobre calavera y unos cachivaches, sin más valor en su tiempo que una lata de refrescos actual. Como voz de los hombres y mujeres que no se mencionan en los libros de historia, que pasaron por la vida como parte de la colectividad, fuerza motora de la evolución y la civilización, debemos seguir alzando nuestra voz contra cualquier intento de acallar su existencia en pos de un falso progreso. Yo, al menos, estoy aquí para eso.

 

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