El día que me suicidé



Recuerdo perfectamente el día que me suicidé. Era un día de colegio de 8º curso, cuando todavía se acudía a clase por las tardes. El padre de un compañero, que era médico, vino a darnos una charla informativa sobre los perjudiciales efectos del tabaco. Pero antes de comenzar, el buen doctor -supongo que en una aplicación práctica de psicología inversa- anunció que todos aquellos que creyeran estar a salvo de caer en el vicio del cigarrillo podían abandonar el aula. No habría represalias del tutor. 

Los primeros en abandonar el aula fueron los repetidores, no en vano fumaban a escondidas en el patio del colegio desde 6º, entre murmullos de desaprobación de la mayoría de alumnos; éramos muy modosos por aquel entonces. Supongo que hoy día, se quedarían solos el médico y el profesor en el aula.

Por un instante, dudé entre quedarme -manteniendo mi infundada fama de niño bueno, a pesar de que ya me echaba al gañote algún que otro cigarrillo en la más estricta intimidad grupal del barrio- y salir de estampida junto con los demás fumadores. Tan sólo hizo falta un empujoncito de parte de mi compañero de  pupitre:

-Esos se van a quedar cómo están. Fumar te deja enano, no creces más. Dijo, con aplastante seguridad.

-¿Qué dices? Eso no es verdad. Mis abuelos fuman, y son altos y fuertes. Respondí yo, como correspondía a mi carácter de entonces, "enterao" y sabelotodo.

Fue en ese momento cuando decidí levantarme de la banca, guardar mis cosas en el pupitre, y salir junto a los repetidores. Se oyó un nuevo pequeño revuelo entre los empollones, sorprendidos ante mi reacción.

Pasamos la tarde jugando al baloncesto, en el campo de deporte que se encontraba a la vista desde las ventanas de nuestra aula, donde los demás aguantaban el discurso contra el vicio tabaquil. 

Desde entonces empecé a fumar a diario, dando por comenzada mi carrera de fondo hacia la EPOC, el enfisema y el cáncer de pulmón. Supongo que hubiera caído igual en el tabaco de quedarme en aquella clase, fumar no estaba tan mal visto como ahora. Se fumaba en la televisión, en las películas, en todos los bares y restaurantes, en el autobús, el tren, el avión, etc. Incluso el fumar era algo que se veía como algo de adultos, y eso era lo que yo deseaba con todas mis ganas: ser mayor para no tener que hacer todo lo que me ordenaban desde instancias superiores. Cuán equivocado estaba al pensar que la edad adulta era una bicoca de libertad sin límites, ajeno al precio a pagar por el paso de los años.


Instantánea de mi última visita a Radiología, durante la última bronquitis... 

Ahora, que me levanto echando flemas cada mañana, con tos persistente que sólo remite cuando doy la primera calada del día; en estos día en los que fumar es como la lepra del mundo contemporáneo, me siento mal por haber empezado a fumar tan pronto. Espero que mi hijo no fume, a no ser que lo necesite como yo, a sabiendas que lo que realmente te mata es vivir sin ser consecuente con uno mismo. No todo el mundo puede recordar el día en el cual decidió de firme suicidarse poco a poco, pero disfrutando del humo de cada cigarrillo como si fuera el último. Total, de algo hay que morir...

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