La perdida de la inocencia
Lo que peor llevo de esto de ser adulto de cuernos retorcidos es haber perdido mi inocencia.
Yo era un chaval ingenuo de barrio que pensaba que el mundo real era una especie de programa de los Teleñecos a tiempo completo, una fiesta continua de gente alegre que reía, cantaba y bailaba a la primera de cambio. Digamos que, además de ingenuidad padecía de un exceso de imaginación, acrecentada por la afición desmesurada a la lectura, que me hacía ver el mundo como si de una novela viva se tratara. No era capaz de ver la maldad en el mundo que me rodeaba, protegido en exceso por mis padres era un desconocedor de la verdadera naturaleza de la vida. Nunca dije palabras malsonantes durante mi infancia, me lo tenían prohibido; creía a pies juntillas lo que mis progenitores me decían, llegando a tal extremo que cuando en el colegio me contaron la verdad sobre los reyes magos, lo primero que hice fue preguntar a mi madre si era cierto aquello que me habían revelado mis compañeros de aulas. Si me hubiera contestado que era una patraña inventada por díscolos gamberros y que no diera crédito a tales afirmaciones, la hubiera creído sin dudar. Ayudaba a todo aquel que lo necesitaba, era amigo de todos los que tenían algo que contar, sin importarme si eran chicos populares en el colegio, o parias por la maldad propia de los niños -que no debemos olvidar no son más que potenciales adultos con sus potenciales defectos y potenciales virtudes-, me juntaba con todo aquel que podía darme otra visión de la existencia, pero nunca pensando que podían estar contándome una milonga inverosímil. Me lo creía todo, todo y todo.
No fue hasta bien entrada la adolescencia, cuando descubrí que el mundo no era más que un escenario en el cual todos interpretaban un papel con mayor o menor habilidad para representar en el teatro de vivir. Hacer nuevos amigos y descubrir otras formas de pensar, distintas de las que habían marcado mi educación, me abrió las puertas de nuevas lecturas en las que no todo eran aventuras en países exóticos, conspiraciones de cardenales malvados, reinas rubias y bondadosas, mosqueteros valerosos, e indios apaches de buen corazón.
También la calle te hace más maduro, y yo tuve mucha calle. Aprovechaba cualquier oportunidad para escapar de los límites del barrio en el que vivía, y desplazarme a mi antojo por una Sevilla que ya sólo vive en mis recuerdos; una ciudad mágica en la que se podía llegar a todas partes caminando o en autobús, rodeada de unas afueras que para mi eran como otros continentes. Hacer una excursión en bicicleta hasta la Punta del Verde, junto a la vieja esclusa del Guadalquivir, era para mi sólo comparable a la expedición de Stanley en busca de Livingstone. Volvíamos, cansados y maravillados al mismo tiempo, de aquel lugar en el que las fronteras entre campo y ciudad se difuminaban, después de pasar la tarde viendo como los barcos que salían del puerto se encaminaban río abajo hacia el mar. El Guadalquivir era mi Mississipi particular, el escenario de las aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn adaptado a mis sueños y deseos de aventuras.
Pero entonces llegaron las mujeres. Aquellas niñas que jugaban con nosotros en la plaza se convirtieron como por arte de magia en formas voluptuosas y miradas cautivadoras, portadoras de un secreto incógnito que sentíamos en nuestras entrañas que debíamos descubrir a toda costa. Creo que a partir de ese momento comencé a darme cuenta de que mi mundo infantil se desvanecía irremisiblemente, arrastrado por el torrente de argucias que debía desarrollar para alcanzar ese objetivo marcado a fuego en cada célula de mi cuerpo y mente.
Fue en ese momento cuando empecé a leer con otros ojos todo lo que caía en mis manos, descifrando el secreto lenguaje de las palabras, los dobles sentidos contenidos en los libros. Fue en ese momento también que descubrí que mis padres me habían estado engañando todo el tiempo, que en su afán de proteger mi inocencia me habían apartado de la realidad; algo que, por cierto, ahora agradezco por haberme permitido gozar más tiempo de la infancia. Empezó allí mi camino en busca de la comprensión del mundo a mi alrededor, ajeno a la verdad absoluta de que el saber sólo proporciona dolor e insatisfacción en la vida. La ignorancia es igual de pacífica que atrevida. Nadie me avisó de que lo que quería decir aquel pasaje del Génesis en el cual Dios avisa a Adán y Eva de no comer del Árbol de la Ciencia, era un aviso para no caer en la desesperación que proporciona la constante búsqueda del conocimiento.
Perder la inocencia es eso mismo, intentar abarcar todo aquello que nos rodea y hacerlo comprensible para nuestras mentes apenas desarrolladas para sujetar un palo. En los márgenes del camino se van quedando los retazos de nuestra ignorancia de la maldad, cual mudas de piel escamosa, junto a los cadáveres exquisitos de nuestras expectativas y sueños. Mientras, debemos seguir por el camino de baldosas de falso dorado, en una sucesión interminable de caídas y levantadas, constantes en nuestro empeño, incansables al desaliento, sísifos de carne y hueso en un mundo mitológico.
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