En la plantación

Vivimos en un sistema político diseñado por una oligarquía milenaria, ideado para que la plebe piense que, en todo caso, es el mejor de los males. Los amos de la plantación permiten a los esclavos que elijan  entre sus iguales a quien los ha de representar, momento en el cual dejan de estar a la altura de sus antiguos compañeros de fatigas para convertirse en privilegiados representantes de los intereses del amo. Porque, sin duda, para el resto de los esclavos, el capataz es la personificación del dueño de la plantación, su representación en la tierra. 

El capataz debe ser, por naturaleza, un perro complaciente para el amo. Debe temer por igual el trabajo y el palo que cae sobre el lomo; así, su mayor alegría será pasar los días sin tener que soportar ni lo uno ni lo otro, será agradecido y manso. De vez en cuando, el amo puede sacar a pasear al capataz por la finca, delante de los esclavos, para que constaten su condición de elegido; también es conveniente para que otros esclavos alberguen el deseo de suceder al privilegiado electo, para que refuercen la creencia de que todo es posible, que si uno de ellos pudo lograrlo, todos pueden intentarlo. 

El látigo es la herramienta principal del capataz, verdadero cetro o bastón de mando en plaza. Hay que administrarlo por igual a quien peca de pensamiento que al que lo hace por obra u omisión. El sonido del látigo, su restallar contra la piel, su huella sangrante, debe ser palabra de Dios. Los esclavos deben respetar al portador como lo que es: defensor del orden establecido por el amo. El látigo garantiza el trabajo duro y acalla las posibles protestas.

El amo sabe, porque es el amo y porque lo es por heredad que, de vez en cuando, es bueno cambiar de capataz. Sirve de tranquilizante para los revoltosos, los descontentos, los utópicos, aunque en la práctica no sea más que una artimaña que lleva funcionando siglos. La alternancia en el pretendido poder cedido por el amo es otra garantía más de mantenimiento óptimo del sistema. Siempre hay perros nuevos que pretenden ocupar el puesto del viejo, que esparcen sus mentiras entre los mansos -eternos aspirantes al Reino de Dios en el cielo- para lograr su ambición de sostener el látigo.

Fundamental resulta para el adecuado sostén de esta forma de organización que no existan esclavos educados. Se debe negar sistemáticamente el acceso a cualquier forma de conocimiento, más allá del imprescindible para desarrollar sus tareas en la plantación, meramente productivas. Si se detecta el más mínimo atisbo de conocimiento, este debe ser erradicado a la mayor brevedad, aunque a este respecto hay otros planteamientos teóricos. Existen plantaciones donde el amo facilita la educación a sus esclavos, pero con la sutil inserción en el saber de ciertas lecciones que modifican el proceso de la razón, minando de forma efectiva cualquier pensamiento crítico que pueda nacer en el alumno. A pesar de todo, la opción más recomendable es la primeramente mencionada. Idéntica postura frente a las manifestaciones culturales de los esclavos: nunca deben servir más que para aumentar la productividad de los mismos en el campo, así como para loar y satisfacer al amo cuando este así lo demande.

Y por último, pero no por ello menos importante, es primordial transmitir a los esclavos un amor profundo por la tierra ajena que laboran, hacerles pensar que son parte de ella. Es necesario inculcarles que siempre hay plantaciones donde los esclavos son peor tratados, donde comen más basura, donde los amos son más crueles si cabe. Deben, al grito de "Viva la plantación", responder al unísono un sonoro y convincente "Viva". Los que no sigan esta disciplina serán pronto dados de lado por el grupo, haciendo más fácil su identificación para tenerlos controlados. Llegado el caso, son los elegidos para los escarmientos. No es bueno que haya lobos entre perros.

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