Lecturas
Yo nací normal. Fui un niño feliz hasta que aprendí a leer. Descubrí que era mucho más entretenida la vida que aparecía en los libros que el cotidiano devenir de días interminables de la realidad. Supongo que es algún tipo de enfermedad mental, algo similar a la que padecía el ingenioso hidalgo ebrio de novelas de caballería; siempre me sentí más a salvo siendo cualquiera de los protagonistas del interior de un volumen encuadernado, fueran cuales fueran sus circunstancias. Siempre se podía salir airoso de ellas con sólo cerrar el libro donde se narraban.
Conforme fui creciendo, acompañado de lecturas no siempre adecuadas a mi edad -pues tomaba de la biblioteca de mis padres cualquier libro, incluidos los "prohibidos"- , fui creándome a la medida un personaje que interpretar en la vida basado en todos aquellos seres de ficción que poblaron las páginas de mi infancia y adolescencia.
Según iba conociendo gente, iba absorbiendo de cada nueva amistad una cualidad interesante que añadir a la personalidad inventada que había creado para esconderme de la rutina. Si un amigo dibujaba cómic, yo aprendía a manejar el lápiz lo justo para ser una sombra del genio que me había inspirado. Cuando conocí a mi primera mujer, me adentré en el mundo de la pintura al óleo porque ella lo hacía. Así con todo lo que, hoy día, sigue siendo parte fundamental de mis actividades de ocio, sin abandonar nunca la pasión por la lectura.
Terminé siendo un gran aficionado a la cultura. Escribía cuentos y poemas, incluso empecé una novela que duerme el sueño de los inacabados en un cajón de mi escritorio; tocaba guitarra y armónica en una banda de blues (bueno, quizás es algo pretencioso denominarla banda: sólo éramos tres), y no faltaba a todas las citas imprescindibles en mi ciudad, relacionadas con el arte.
Hablando con mi psiquiatra, ante mis dudas sobre lo que yo pensaba sobre esa creación bastarda de mi mismo, este me confirmó que no había sido más que el periodo de la vida en el cual se aprende todo. Hay quien nace con ciertas habilidades y quien las aprende de los demás. No tenía nada de lo que avergonzarme. De hecho, según él, mi problema surgió cuando dejé de lado esa vida creativa que había sido mi leitmotiv durante años para enfrentarme a la vida adulta, llena de responsabilidades y realismo material. El tratamiento que me recomendó, aparte de la medicación que me acompañará de por vida, fue volver a disfrutar con la creación, volver a refugiarme en la lectura; tocar de nuevo la guitarra; pintar un cuadro de vez en cuando.
Ahora estoy mejor, bastante mejor. Disfruto de mis paseos por Mexico DF con mis amigos Belano y Lima, charlo con la Maga en los cafés de París; disfruto de las historias que me cuenta Chinasky en la barra de un sucio bar de Los Ángeles; frecuento las tertulias del Madrid del XIX con Don Benito. Vivo en una continua fantasía sólo interrumpida por el sueño, cuando cierro los ojos y caigo en las manos de la realidad que oculto en mi subconsciente.
Conforme fui creciendo, acompañado de lecturas no siempre adecuadas a mi edad -pues tomaba de la biblioteca de mis padres cualquier libro, incluidos los "prohibidos"- , fui creándome a la medida un personaje que interpretar en la vida basado en todos aquellos seres de ficción que poblaron las páginas de mi infancia y adolescencia.
Según iba conociendo gente, iba absorbiendo de cada nueva amistad una cualidad interesante que añadir a la personalidad inventada que había creado para esconderme de la rutina. Si un amigo dibujaba cómic, yo aprendía a manejar el lápiz lo justo para ser una sombra del genio que me había inspirado. Cuando conocí a mi primera mujer, me adentré en el mundo de la pintura al óleo porque ella lo hacía. Así con todo lo que, hoy día, sigue siendo parte fundamental de mis actividades de ocio, sin abandonar nunca la pasión por la lectura.
Terminé siendo un gran aficionado a la cultura. Escribía cuentos y poemas, incluso empecé una novela que duerme el sueño de los inacabados en un cajón de mi escritorio; tocaba guitarra y armónica en una banda de blues (bueno, quizás es algo pretencioso denominarla banda: sólo éramos tres), y no faltaba a todas las citas imprescindibles en mi ciudad, relacionadas con el arte.
Hablando con mi psiquiatra, ante mis dudas sobre lo que yo pensaba sobre esa creación bastarda de mi mismo, este me confirmó que no había sido más que el periodo de la vida en el cual se aprende todo. Hay quien nace con ciertas habilidades y quien las aprende de los demás. No tenía nada de lo que avergonzarme. De hecho, según él, mi problema surgió cuando dejé de lado esa vida creativa que había sido mi leitmotiv durante años para enfrentarme a la vida adulta, llena de responsabilidades y realismo material. El tratamiento que me recomendó, aparte de la medicación que me acompañará de por vida, fue volver a disfrutar con la creación, volver a refugiarme en la lectura; tocar de nuevo la guitarra; pintar un cuadro de vez en cuando.
Ahora estoy mejor, bastante mejor. Disfruto de mis paseos por Mexico DF con mis amigos Belano y Lima, charlo con la Maga en los cafés de París; disfruto de las historias que me cuenta Chinasky en la barra de un sucio bar de Los Ángeles; frecuento las tertulias del Madrid del XIX con Don Benito. Vivo en una continua fantasía sólo interrumpida por el sueño, cuando cierro los ojos y caigo en las manos de la realidad que oculto en mi subconsciente.
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