Generalizar...
Hoy vamos a analizar ese fenómeno tan español como es la generalización, pero no la que se dio en el ejercito español a principios del siglo XX cuando, gracias a la Guerra en África -porque nosotros también "hicimos la guerra en África" como en el anuncio del "superdiscofashion"-, teníamos más generales que soldados rasos o casi. Vamos a hablar de cuando aplicamos el mismo rasero para calificar o descalificar a nuestros semejantes.
Normalmente es como nacen los tópicos:
¿Son unos pajilleros todos los que tienen cuenta en Twitter? ¿Son todos los norteamericanos indios, vaqueros, rubias de tetas grandes, veteranos del Vietnam? ¿A todos los franceses les gusta el queso pestilente? ¿Todos los españoles somos matadores de toros en potencia? ¿Son todos los irlandeses pelirrojos? ¿Son todos los italianos unos golfos que sólo piensan en follarse a la novia, madre o hermana de otro?
Generalizaciones...
Pongamos un ejemplo de actualidad: miembros de la UIP y manifestantes.
¿Son todos los miembros de la Unidad de Intervención Policial unos salvajes armados que la emprenden a golpes con el primero que se les pone por delante cuando les tocan el silbato?
Generalizar sería afirmar que sí, que todos son unos cafres de mano suelta, seres cuya sensibilidad está a la altura de la de un orco después de estudiar la ESO, unos hijos de puta que disfrutan dando porrazos.
¿Son todos los manifestantes seres pacíficos como los hobbits, utopistas perseguidores de estados ideales en los que el pueblo participa a diario de la política para el bien común, amantes de los animales y plantas, nudistas por convicción y partidarios del amor libre?
Generalizar, de nuevo, sería afirmar taxativamente que sí, que todos son unas bellísimas personas que acuden a manifestarse pacíficamente para reivindicar unos derechos básicos que, por estar contenidos en un librito llamado Constitución, nos pertenecen como pueblo contribuyente.
El problema de esta clasificación simplista es que, de ser cierta, estaríamos contemplando una batalla desigual en la que se enfrentan el "bien" y el "mal" (otra aproximación simplista a la verdadera esencia del ser humano), y eso es algo que no existe.
Lo mismo sucede cuando se generaliza con el pensamiento erróneo de que los que no nos manifestamos no lo hacemos porque nos gusta que nos den por culo, que nos suban los impuestos, que nos quiten derechos adquiridos igualmente, a lo largo de la historia reciente de este país, a base de recibir palos en el lomo. No es eso. Es simplemente que:
1. O no tenemos ya ganas de luchar más (unos por haberlo hecho en solitario durante mucho tiempo mientras los demás veían una sociedad perfecta en el enriquecimiento material al alcance de todos/as, otros porque no les interesa lo más mínimo la lucha).
2. O no podemos dejar de lado nuestras ocupaciones diarias porque tenemos la fea costumbre de buscarnos las papas sin ayuda del Estado desde jóvenes y, además, en nuestro trabajo ya peleamos a diario por el bienestar social en otras trincheras no menos peligrosas que las calles de Madrid.
De todo hay en la viña del Señor: hay policías hijos de puta que aprovechan la mínima ocasión para desahogar frustraciones dando bofetadas a un detenido, pero también los hay que sacan por la puerta de atrás de la Comisaría a un desgraciado que roba sin violencia para comer o para pagarse una drogadicción. Sin equilibrio no puede existir la armonía. Es una regla del Universo. También hay manifestantes que están deseando armar jaleo para dejar salir su lado oscuro arropados por la compañía de idealistas pacíficos, organizadores de demostraciones populares que cuando ven que se arma el taco salen por patas y no les alcanza una porra ni por casualidad. Pero la mayoría son gentes que creen que viven en un estado de derecho, supuestamente democrático, donde se puede uno manifestar libremente para exigir que se cumpla lo que está en la Carta Magna.
Lo que sí es cierto es que ambos lados están formados por peones en un tablero cuadriculado donde no tienen otra opción que saltar de casilla en casilla según las reglas del juego. En su momento tuvieron la opción de escoger tan sólo el color de pieza. Unos acertaron y otros no. Ser consecuente es mantenerse de pie en el tablero el mayor tiempo posible en la partida, aunque sea para sobrevivir, a sabiendas de que el objetivo final es la derrota del contrario.
Me preocupa que estemos llegando a las manos. Nunca se sale bien de una confrontación física. Cualquiera que haya estado en una pelea lo sabe. Debemos decidir si lo que queremos es una revolución o un cambio. Si optamos por lo primero, mejor tener claro que implicará derramamiento de sangre; si pretendemos el cambio, por contrario, nos espera mucho trabajo para que sea a mejor, porque tenemos enfrente a un monstruo viejo y sabio que es capaz de asimilar nuestras inquietudes para incorporarlas al sistema y que parezca que es distinto, aunque en el fondo todo siga igual.
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