La vida digital
Mi hijo se descojona cuando le cuento que, cuando yo tenía su edad, el teléfono móvil -como hoy lo conocemos-, era más ciencia ficción que realidad tangible. Los ordenadores ya existían, pero estaban a años luz de ser los electrodomésticos "imprescindibles" en cualquier hogar. Sólo los freaks de la incipiente informática sabían de la existencia de internet. Cuando querías comunicarte con alguien a larga distancia tenías varias alternativas: la conferencia telefónica, el telegrama para las urgencias o la tradicional carta al correo, esta última el medio preferido para los enamorados de la época. (Espero que mis novias de entonces no hayan guardado ninguna, porque ya era yo un pesado escribiendo mucho antes de que existieran los blogs o Twitter).
Para el trabajo tampoco estaba muy extendido el uso del ordenador, salvo en las grandes empresas. Recuerdo haber tenido una clase en el instituto en la que nos llevaron al aula de informática, que sería ahora como una de esas salas de museo donde se exponen herraamientas de la Revolución Industrial; ni siquiera pudimos usar aquellas computadoras, sólo ver cómo el profesor se manejaba torpemente para imprimir en una impresora matricial, de un tamaño exagerado, un texto de ejemplo. Yo soy de la era analógica, realmente. Todavía conservo algunos trabajos mecanografiados en la Olivetti de mi padre, máquina que fue mi compañera durante varios veranos en los que mi progenitor se empeñó en que debía aprender con uno de esos métodos infalibles para aprendices de secretaria. Reconozco que no me vino mal, a pesar de la obsolescencia progresiva en la que fueron cayendo aquellas herramientas imprescindibles en las oficinas de la época. Incluso las seguíamos usando cuando entré en la facultad. Preparabamos "fanzines" panfletarios escribiendo los textos con las máquinas de escribir de la delegación de alumnos, las ilustraciones se hacían a mano, a la antigua usanza; luego pegabamos todo en un folio -maquetando burdamente los contenidos- y, mediante el mágico arte de la fotocopia, obteniamos el resultado final que repartíamos por la universidad. Recordando esos tiempos me doy cuenta de que ya teníamos las habilidades necesarias para adaptarnos a este nuevo mundo digital que, años más tarde, se ha convertido en el pan nuestro de cada día. Supongo que cada uno dará el uso a las nuevas tecnologías según sus inquietudes personales. El que se pajeaba con revistas pornográficas -gente sin imaginación pero con recursos-, seguirá dándole al manubrio pero delante de la pantalla del ordenador; el que hacía literatura manuscrita, para pasarla a máquina después, se habrá acomodado a las libertades que proporciona el procesador de textos, olvidando la pesadilla del imprescindible Tippex; el dibujante o ilustrador, aunque siga trabajando a mano, habrá caído en la tentación de digitalizar sus trabajos, e incluso puede que haya hecho sus pinitos con el photoshop. La mayoría de los fotografos habrán abandonado sus cámaras de carrete por las digitales, alejándose progresivamente del arte del revelado en cuarto oscuro. Personalmente debo reconocer que mi trabajo sería un infierno de no contar con los avances informáticos. Aún conservo mapas del Servicio Cartográfico del Ejercito con los que salíamos a prospectar en mis primeros años de arqueólogo, así como cajas de dibujos de materiales arqueológicos y planimetrías primorosamente pasados a tinta. Era la debacle cuando se corría la jodida.
No podemos negar el importante cambio que ha supuesto en nuestra vida diaria la irrupción de la era digital, pero no estoy tan seguro de que haya supuesto un avance. Los nuevos tiempos traen consigo una inmediatez que no termina de convencerme. La prisa se ha instalado en nuestras vidas para quedarse definitivamente. Estamos disponibles las venticuatro horas del día a través del correo electrónico, Facebook, Twitter, Whatsapp, etc. Y mejor no hablar de lo que se nos viene encima con las impresoras 3D y sus enormes posibilidades, por ejemplo. Así, es inevitable que, por mucho esfuerzo que pongamos de nuestra parte, llegará el día en que nuestros nietos nos tratarán como a paletos ignorantes por no saber manejar un cacharro aún no inventado, lo que conviene recordar cuando intentamos enseñar a nuestros padres cómo encender el ordenador.
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