El día a día del pesimista
Lo peor que le puede pasar a un pesimista recalcitrante es que se cumplan sus peores pronósticos y, de la noche a la mañana, se vea rodeado de gente que le da la razón e incluso lo superan en su visión catastrófica de la existencia. Los padecimientos de la mítica Casandra se quedan en nada, vamos.
Bien es cierto que el pesimista seguirá viendo negro más allá de los demás, pero la sensación que le invade de desasosiego, por haber perdido su individualidad, hace que se plantee seriamente su actitud frente al futuro. Ya no tiene la atención del grupo en las tertulias del café. Su némesis, el optimista, permanece escondido en un rincón sombrío de la mesa, callado, reservándose la opinión para no quedar como sospechoso de connivencia con el enemigo invisible que azora a los congregados. Todos están de acuerdo en que la cosa no pinta bien, en que aún queda por llegar lo peor; los más experimentados por edad recuerdan otras crisis pasadas y vaticinan retornos a otros tiempos que parecían estar erradicados de la sociedad.
Incluso, si se habla del tema con una persona de edad avanzada, surge desde las tinieblas de un pasado en blanco y negro lleno de piojos y chinches, de niños descalzos y mugrientos; de algarrobas como menú popular y aguas nada inodoras, nada cristalinas, para hacer sopas de suela de zapato.
Así, el pesimista, independientemente de que, por esas cosas del destino, esté notando poco o nada esta mala coyuntura económica, deberá mantenerse firme en su apocalíptica versión de la vida. Intentará disfrutar de los escasos placeres que le mantienen día a día pero sin tan siquiera permitirse un pequeño gesto de satisfacción perceptible por los demás. Todo deviene en una degustación zen. Porque no hay nada peor que, en malos tiempos para todos, ser el tocado por la fortuna; sobre todo siendo pesimista.
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