Homenaje a Fukushima, o de como perder clientes en un restaurante japonés.
Ayer me dieron la noche. Salgo poco, la verdad, porque ya tengo bastante con estar toda la semana cual puta entre rastrojos, pero decidí aceptar la invitación de mi mujer para ir a cenar al único restaurante japonés de Cádiz. No era la primera vez que visitábamos el restaurante, una interesante propuesta en una ciudad que adolece, como casi todas las de provincias en este país, de una variada oferta gastronómica internacional. Siempre salimos satisfechos de la calidad del servicio, la más que aceptable presentación de los platos, y el ambiente en general del local. Pero esta vez algo había cambiado.
De primera, al pedir la cena, nos sorprenden con la ausencia de algunos platos que habíamos seleccionado; se habían terminado. Vale, aceptamos que un sábado se hayan agotado las existencias de determinada oferta de la carta, aunque sea un fallo de previsión. Cambiamos de menú, no hay problema.
Comenzamos la cena con unos rollitos de arroz y salmón. El arroz ya no presentaba la textura habitual, algo pastoso para mi gusto, pero bueno. Llega la tempura, y con ella el desastre: las verduras iban perdiendo el otrora exquisito rebozado según las íbamos tomando con los palillos. La berenjena estaba cortada a un tamaño imposible de manejar sin cubiertos occidentales.
A estas alturas reparamos en que la plantilla había cambiado, así como la orientación del establecimiento, abierto ahora como una especie de chill out de tapas y copas. El servicio lo compone gente joven, muy joven, pero no lo suficiente como para no adivinar que mi rostro reflejaba la indignación propia del que acude a un restaurante a por una deliciosa cena y se encuentra un Fukushima culinario. Muy atentos y profesionales los muchachos, ajenos a la mala gestión que se esconde detrás del pésimo nivel al que se ha degradado el establecimiento.
El último plato nos lo sirve el mismo cocinero, pidiendo disculpas a sabiendas del papel que le toca en esta tragedia, sufridor de sufridores.
El atún que forma parte del plato parece haber iniciado el camino de no retorno hacia la mojama. No ha visto el mar desde que el Capitán Ahab navegaba por esos mares llenos de ballenas. La carne supuestamente fresca de un plato de sushi aparece como fibrosa, peluda, muerta; parece más salmón que atún.
Esbozo la sonrisa hipócrita que me da mi educación cuando me preguntan qué tal todo. No voy a darles la noche a los que menos culpa tienen de esta debacle en la que se sume una iniciativa antes prometedora. La crisis, supongo. Pedimos la cuenta. No tienen para cobrar con tarjeta. Remate perfecto para la noche: encima tengo que colaborar en la caja B del negocio con dinero contante y sonante.
Balance de la noche: un restaurante menos donde elegir pasar una velada gastronómica. Un negocio que pierde todo el fuelle inicial para convertirse en una bufonada. Quién mucho abarca, poco aprieta. Una lástima. Ardores de estómago por la tempura camino a casa.
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