Vuelta a la medicación

Ya estoy otra vez con el ánimo por los suelos. Cuando parecía que iba a poder dejar el tratamiento -llevaba bastante tiempo con mi estado emocional bajo control-, me vuelve a atacar esa sensación de vacío y oscuridad que todo el que haya padecido de depresión reconoce al instante. Vuelvo a sentirme culpable por sentirme así de mal cuando todo me va estupendamente, no puedo evitar pensar que no estoy poniendo de mi parte para evitar recaer. Cierto es que mis hábitos de vida han cambiado bastante desde la última vez, pero sigo siendo excesivamente esclavo del sofá y las cuatro paredes. Debería salir más, hacer más deporte; aunque debería de decir hacer deporte simplemente. Desde que dejé el boxeo, actividad que me proporcionaba un bienestar cierto, no hago más ejercicio físico que mi diario caminar ida y vuelta al trabajo. Tenía ya decidido el empezar a levantarme temprano para aprovechar la playa en la mañana, empezar a correr en días alternos para estimular la serotonina y, de paso, desentumecer los músculos. Pero la intención quedó en eso, en intención. El cólico que tuve el fin de semana pasado, con vomito bilioso nocturno de horas, me dejó maltrecho de cuerpo y parece que de espíritu. Desde entonces no levanto cabeza. Intento no pensar más allá de lo aconsejable, centrarme en el trabajo -aprovechando que es un trabajo que me satisface y entretiene-, continuar con mis ejercicios diarios de guitarra; terminar los libros que tengo a medio leer y al retortero por toda la casa. Nada de esto me anima. Estoy como poseído de una negrura infinita. Nunca he sido una persona optimista, pero siempre he visto la vida como una oportunidad inmensa para saciar mi innata curiosidad y afán de conocimiento. Ahora todo me da igual. No encuentro una motivación para vivir. Repito que no es una situación que me agrade, es más: me repugna. Creo que es injusto que, teniendo en la vida todo lo que puede considerarse necesario para ser una persona realizada, yo esté aquí perdiendo el tiempo en lamentaciones y en vacíos existenciales. Pero no lo puedo evitar. Espero que la medicación haga su efecto pronto, porque no puedo cerrar los ojos para dormir sin experimentar la angustiosa sensación de caída libre en un pozo sin fondo. 

Tener sueños es lo más importante en la vida. Tener una meta, una ilusión, un proyecto de vida. De todas esas cosas carezco. Mi proverbial inconstancia me impide dedicarme con continuidad a afición alguna. Envidio a todos los que son capaces de sentarse horas delante de un cuaderno a escribir. Tengo la cabeza llena de historias que contar, cuentos que escribir, poemas que recitar, pero no puedo saltar la barrera de mi incapacidad para centrarme en algo concreto. Nunca nadie, a excepción de una de mis abuelas, me animó a seguir la vía de la creación artística, a pesar de manifestar desde pequeño la inclinación natural del que no está provisto por la naturaleza de otro don que el de admirar la belleza del mundo. Es más, cualquier manifestación creativa era recibida en mi casa como un pecado contra el bienestar burgués que mis padres luchaban por darme. Era una forma de perder el tiempo, una manera de eludir mis responsabilidades para con los estudios, un gasto inútil de papel y lápiz, cuando no una manifestación clara de tendencias socialmente reprobables. Cuántas veces he escuchado en casa que bailar no era cosa de hombres, que la poesía era cosa de maricones, que dedicarse al arte como forma de vida era cosa de vagos y hippies... Aun así perseveré en mis intentos, quizás como forma de rebeldía contra esa mentalidad obsoleta y retrograda, heredada de una familia sin antecedentes de veleidades artísticas. Todo lo que conseguí fue el rechazo de mis progenitores y la etiqueta de bueno para nada, trabajador a mi pesar, pero bueno para nada. Después de mi rechazo a seguir la carrera de leyes -hice un año en Derecho por la aspiración paterna de tener un notario en casa-, siguieron los consejos sobre cómo conseguir una vida cómoda y segura, sustituyendo el acceso a la función pública si iba a seguir con la idea de estudiar una carrera sin salidas como la arqueología. Al final dejaron de atosigarme, sobre todo cuando vieron que, más por suerte que por esfuerzo, conseguía vivir de mis estudios. Pero sigo pensando que no ven claro que me dedique a desenterrar piedras. De vez en cuando, mi padre me señala la importancia de intentar medrar en la administración, única fuente infinita de seguridad proveniente de la gran teta estatal. 

Voy a cumplir los cuarenta años, no se si esto será parte de la crisis de la edad, pero espero poder salir de esto antes de que la desesperación me pueda. De momento, no me queda otra que soltar estos rollos en este blog, a modo de terapia. Mejor esto que empezar a matar gente siguiendo los pecados capitales, al estilo "Seven". Vamos, digo yo...

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