Ajedrez

La vida es un tablero de ajedrez. Ningún juego plasma tan a la perfección el sistema en el cual nos movemos desde hace milenios. En el tablero hay distintos tipos de piezas: más numerosas y, como tal, más comunes, los peones; únicas y superiores, el rey y la reina; la corte de alfiles, caballos y torres, son la famosa clase pudiente (bien oratores, bien bellatores), arriba sin llegar a ser monarcas, pero con privilegios. Esto funcionó durante siglos sin cambio alguno, hasta que de los peones empezaron a surgir especialistas en determinadas funciones, necesarias para el abastecimiento de todas las piezas restantes. En el juego, estas piezas no existen, porque todos los peones son iguales, a no ser que uno de ellos alcance la última casilla del contrario; entonces se ve investido de la libertad de movimientos por el tablero. Sigue siendo bastante acertado el símil, ¿verdad? El problema viene cuando la cantidad de peones con estas facultades sobrepasa al número de peones "normales" y a las piezas privilegiadas, algo empieza a fallar en el tablero. Siempre hay un peón que, cuando comprende que puede realizar las funciones de cualquiera de las otras piezas, se pregunta porqué no podría ser él nombrado rey del tablero. Para evitar esa tentación se inventa una nueva forma de jugar, delimitando claramente las casillas en las que estos peones podrán aspirar a simular que son reyes, o alfiles, o caballos, o torres. El problema es que, con esas nuevas reglas, el juego ya no puede ser ajedrez. Tiempo de volver a lo anterior, a lo demostrado como funcional durante siglos. Pero quién quita de la cabeza a los peones, devueltos a la realidad de su naturaleza, la memoria de lo posible. Ese trabajo recae en los elegidos por el rey y la reina para seguir manteniendo sus privilegios en el tablero, incluso si nunca llegaron a alcanzar el otro lado. Ellos son los que se encargan de marear a los peones para que no aspiren a más, para que no vivan por encima de sus posibilidades. Dentro de esta clase, especialmente creada para atemperar las voluntades del peonaje, los peores son aquellos que pretenden mantener a los peones en su sitio alegando conciencia de clase, más que nada porque esa conciencia de clase necesita de la aceptación de la desigualdad para tener sustento. Pero lo que no puedo aguantar, de ninguna manera, siendo peón, es que me quieran hacer creer que la partida es de parchís, con piezas que se comen una y cuentan veinte; con piezas separadas por colores; con lugares que son "casa" para unos pocos afortunados. Y no digamos cuando quieren convertir el damero bicolor en un monopoly.


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