Divide y vencerás
Cada día tengo más claro que nos dirigimos a un futuro muy negro. Ya lo advertían los filósofos marxistas allá por los años 80, en un claro ejercicio de clarividencia basada en el profundo conocimiento del funcionamiento del sistema capitalista (a un lado y al otro del por entonces recio muro de Berlín), como no puede ser de otro modo; cuando se pretende dar batalla a un enemigo, lo primero que hay que hacer es conocerlo a fondo.
Mientras el monstruo depredador que es la economía de mercado ha ido mejorando su maquinaria hasta alcanzar proporciones globales, la izquierda tradicional ha terminado cayendo en la trampa de su enemigo: se ha despojado del internacionalismo para responder a la demanda de los trabajadores a nivel local, sobre todo en estos tiempos de crisis y sálvese quién pueda; ha perdido toda relación con el pensamiento revolucionario de antaño, incluso renegando de quienes mantienen la acción directa como medio lícito para defender al pueblo de los desmanes del Estado. Los sindicatos se han convertido en meras contrapartes del poder empresarial, deformadas caricaturas de lo que una vez fueron: se sientan en la mesa de negociación a jugar el papel de comparsas de los intereses del capital. Lo políticamente correcto, una extraña forma de denominar lo aceptable por una sociedad pacata y polarizada, se ha instalado en el diccionario revolucionario para dulcificar el amargo regusto que los logros de miles de muertos por la causa dejaron en el camino. La violencia física ha sido apartada de cualquier línea de acción, siendo sustituida por otro tipo de violencia más perjudicial: la violencia económica, ejercida por el sistema en contra de los ciudadanos. Sin embargo, admitimos la potestad del Estado de ejercer la violencia necesaria para mantener el orden social, imprescindible para que se pueda mantener despejado el camino a la esclavitud, el acceso a los bienes (irónicamente cada vez más males) que nos hacen creer somos privilegiados de poder permitirnos; es la paz de la burguesía, democráticamente repartida entre todo el amplio espectro de colores que se admiten en esta otrora clase social y ahora masa proletaria desconocedora de su verdadera esencia.
Se ha abierto la puerta del empresariado a todos, obligatoriamente como medio de recaudar impuestos por ejercer un derecho fundamental. Llegada la crisis económica, provocada por la avaricia y la especulación de los poderosos, se nos vende la condición de trabajador autónomo como panacea para el empleo, con dos objetivos fundamentales: por una parte, aumentar el número de esclavos del sistema ofreciendo el puesto de capataz de los mismos a los desertores de clase. Por otro lado, contar con un continuo sustento económico para la maquinaria del Estado, a través de los impuestos a pagar con carácter previo a la realización de cualquier tarea productiva.
Primero hicieron un llamamiento general a incorporarse masivamente al estado del bienestar, previa compra del título de propiedad correspondiente, la marca del esclavo contemporáneo. Secuestrada la libertad a cambio de posesiones materiales, todos sucumbimos a la individualidad de quien tiene algo que perder, olvidando la fuerza del colectivo frente a los ataques de la oligarquía. El descrédito de la democracia no beneficia a otro más que al oligarca, consciente de tener en nómina los suficientes electores como para perpetuar el juego de la alternancia en el poder de partidos mayoritarios; el caso de los Estados Unidos es paradigmático de esta tradición y nosotros, como ovejas mansas educadas por la industria del cine-anuncio imperialista, adoptamos los modos del gigante de pies de barro. Ahora bien, con ellos admitimos el funcionamiento de un Estado comandado por multinacionales, instruido en las leyes del mercado para sacar el jugo de todo lo que esté en disposición de ser moneda de cambio.
Para que cumplieran esta misión sin rechistar, como obedientes esbirros, se creó la clase política. Se reeducó a miles de jóvenes para que formaran parte de las nuevas élites, cuya única fortaleza es ser lo suficientemente maleables para adaptar el pensamiento a los condicionantes de cada momento histórico. Mientras otros se dedicaban al dios del capital, el dinero, ellos se presentaban a si mismos como salvadores de la patria, reserva espiritual de Occidente, con matices según el palo político. Se les adoctrinó para alejarse de la autocrítica y para obedecer a los viejos camaradas, para seguir ciegamente al líder, sin cuestionar lo propio mas siendo inclementes para con el contrario. Surgieron monstruos del sueño (o muerte, más bien) de la razón: socialistas proclericales y militaristas, fascistas populistas repartidores de mendrugos de pan, soñadores de pasados utópicos (anacrónicos) sin futuro; maestros de la demagogia y el encantamiento de serpientes, terroristas de Estado; marxistas terratenientes y anarquistas con sueldo fijo como funcionarios públicos...
Mientras todo esto sucede, porque sigue sucediendo, los problemas reales que nos acechan a la vuelta de la esquina del tiempo siguen siendo cosa de minorías, encasilladas en sus respectivos nichos sociales, engañadas una y otra vez por el sistema con pequeñas victorias pírricas. Pacifistas, ecologistas, defensores de los animales; indígenas, feministas, colombófilos, intelectuales que se piensan librepensadores porque leen y no ven la televisión, etc. Hay donde elegir: se puede uno apuntar a cualquier rama del descontento existente; incluso, si no existe, puede crearse una propia. Se forma una maraña de pequeños grupúsculos independientes que nunca llegan a nada por perseguir, a través de caminos distintos, las mismas metas. Hay cientos de miles de quijotes, cada uno enfrascado en su propia carga contra su personal gigante, que ya no es ni un molino de viento sino una invención del sistema para dar entretenimiento a medida a todos los aspirantes a cambiar las cosas.
Mientras el monstruo depredador que es la economía de mercado ha ido mejorando su maquinaria hasta alcanzar proporciones globales, la izquierda tradicional ha terminado cayendo en la trampa de su enemigo: se ha despojado del internacionalismo para responder a la demanda de los trabajadores a nivel local, sobre todo en estos tiempos de crisis y sálvese quién pueda; ha perdido toda relación con el pensamiento revolucionario de antaño, incluso renegando de quienes mantienen la acción directa como medio lícito para defender al pueblo de los desmanes del Estado. Los sindicatos se han convertido en meras contrapartes del poder empresarial, deformadas caricaturas de lo que una vez fueron: se sientan en la mesa de negociación a jugar el papel de comparsas de los intereses del capital. Lo políticamente correcto, una extraña forma de denominar lo aceptable por una sociedad pacata y polarizada, se ha instalado en el diccionario revolucionario para dulcificar el amargo regusto que los logros de miles de muertos por la causa dejaron en el camino. La violencia física ha sido apartada de cualquier línea de acción, siendo sustituida por otro tipo de violencia más perjudicial: la violencia económica, ejercida por el sistema en contra de los ciudadanos. Sin embargo, admitimos la potestad del Estado de ejercer la violencia necesaria para mantener el orden social, imprescindible para que se pueda mantener despejado el camino a la esclavitud, el acceso a los bienes (irónicamente cada vez más males) que nos hacen creer somos privilegiados de poder permitirnos; es la paz de la burguesía, democráticamente repartida entre todo el amplio espectro de colores que se admiten en esta otrora clase social y ahora masa proletaria desconocedora de su verdadera esencia.
Se ha abierto la puerta del empresariado a todos, obligatoriamente como medio de recaudar impuestos por ejercer un derecho fundamental. Llegada la crisis económica, provocada por la avaricia y la especulación de los poderosos, se nos vende la condición de trabajador autónomo como panacea para el empleo, con dos objetivos fundamentales: por una parte, aumentar el número de esclavos del sistema ofreciendo el puesto de capataz de los mismos a los desertores de clase. Por otro lado, contar con un continuo sustento económico para la maquinaria del Estado, a través de los impuestos a pagar con carácter previo a la realización de cualquier tarea productiva.
Primero hicieron un llamamiento general a incorporarse masivamente al estado del bienestar, previa compra del título de propiedad correspondiente, la marca del esclavo contemporáneo. Secuestrada la libertad a cambio de posesiones materiales, todos sucumbimos a la individualidad de quien tiene algo que perder, olvidando la fuerza del colectivo frente a los ataques de la oligarquía. El descrédito de la democracia no beneficia a otro más que al oligarca, consciente de tener en nómina los suficientes electores como para perpetuar el juego de la alternancia en el poder de partidos mayoritarios; el caso de los Estados Unidos es paradigmático de esta tradición y nosotros, como ovejas mansas educadas por la industria del cine-anuncio imperialista, adoptamos los modos del gigante de pies de barro. Ahora bien, con ellos admitimos el funcionamiento de un Estado comandado por multinacionales, instruido en las leyes del mercado para sacar el jugo de todo lo que esté en disposición de ser moneda de cambio.
Para que cumplieran esta misión sin rechistar, como obedientes esbirros, se creó la clase política. Se reeducó a miles de jóvenes para que formaran parte de las nuevas élites, cuya única fortaleza es ser lo suficientemente maleables para adaptar el pensamiento a los condicionantes de cada momento histórico. Mientras otros se dedicaban al dios del capital, el dinero, ellos se presentaban a si mismos como salvadores de la patria, reserva espiritual de Occidente, con matices según el palo político. Se les adoctrinó para alejarse de la autocrítica y para obedecer a los viejos camaradas, para seguir ciegamente al líder, sin cuestionar lo propio mas siendo inclementes para con el contrario. Surgieron monstruos del sueño (o muerte, más bien) de la razón: socialistas proclericales y militaristas, fascistas populistas repartidores de mendrugos de pan, soñadores de pasados utópicos (anacrónicos) sin futuro; maestros de la demagogia y el encantamiento de serpientes, terroristas de Estado; marxistas terratenientes y anarquistas con sueldo fijo como funcionarios públicos...
Mientras todo esto sucede, porque sigue sucediendo, los problemas reales que nos acechan a la vuelta de la esquina del tiempo siguen siendo cosa de minorías, encasilladas en sus respectivos nichos sociales, engañadas una y otra vez por el sistema con pequeñas victorias pírricas. Pacifistas, ecologistas, defensores de los animales; indígenas, feministas, colombófilos, intelectuales que se piensan librepensadores porque leen y no ven la televisión, etc. Hay donde elegir: se puede uno apuntar a cualquier rama del descontento existente; incluso, si no existe, puede crearse una propia. Se forma una maraña de pequeños grupúsculos independientes que nunca llegan a nada por perseguir, a través de caminos distintos, las mismas metas. Hay cientos de miles de quijotes, cada uno enfrascado en su propia carga contra su personal gigante, que ya no es ni un molino de viento sino una invención del sistema para dar entretenimiento a medida a todos los aspirantes a cambiar las cosas.
El "Divide y vencerás" maquiavélico aplicado a la social-política, transportado el algoritmo desde la matemática para alcanzar la solución al problema de la rebelión del hombre libre. Siglos de historia de las revoluciones han sido estudiados y analizados en profundidad, por encargo de los dueños del mundo, para encontrar una alternativa al lampedusiano "Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi", que si bien se mostró efectivo a largo plazo, a medio y largo tiende a provocar pérdidas económicas y a crear símbolos para inspiración de necios opositores a mártires de la lucha social.
La pregunta general que se plantea es hasta cuándo aguantaremos este estado de las cosas. Ingenua cuestión si pensamos en profundidad en el origen de todo esto que vemos como contemporáneo y que no es más que la evolución del primate con un palo.
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