Allá por el Holoceno, cuando Sara Montiel empezaba su carrera artística, un grupo de humanos gilipollas decidieron que estaban cansados de ir de un lado para otro sin domicilio fijo, cazando y recolectando lo que la naturaleza les ofrecía, y se establecieron en el primer sitio que encontraron. Pensaron que, teniendo abundancia de agua y recursos silvestres a mano, sus vidas serían más cómodas y sencillas. Dejaron de agruparse en bandas aisladas y se organizaron en sociedades más complejas, dando lugar al origen de esta mierda de mundo que conocemos como civilizado. Así es como empezó la pesadilla esta del sedentarismo y la manía de poner puertas al campo. Se repartieron la tierra como si fuera de su propiedad, delimitando artificialmente lo propio frente a lo ajeno. Para custodiar las nuevas propiedades se inventaron el oficio de soldado, cuya función era no otra que evitar que nadie de fuera del pueblo se llevara los melocotones y los higos, las cabras y ovejas, el trigo y la cebada. Los más inútiles del pueblo, ante la evidencia de su carácter prescindible, decidieron dedicarse a la religión, engatusando a los más crédulos con trucos de manos y artimañas aprendidas de tanto tocarse los huevos mirando al cielo. Los demás, como eran buena gente y no tenían que preocuparse de nada porque tenía a mano los alimentos necesarios para subsistir, los dejaron hacer. Total, así al menos se mantenían ocupados los unos y los otros. Pero el problema surgió cuando llegó la primera mala racha: los campos no dieron cosecha, los animales murieron de enfermedades desconocidas, los arroyos se secaron. Entonces, los sacerdotes y soldados, tras sacrificar algunos desgraciados a los dioses sin resultados, pensaron que lo mejor era atacar a los vecinos del valle cercano para quitarles lo que tenían.
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