Y el fin del mundo era esto...

Después de todo parece que las profecías que anunciaban el fin del mundo no andaban tan desencaminadas. No es un fin catastrófico, no del todo, al estilo de las superproducciones de Hollywood con desastres naturales globales ni invasiones extraterrestres. No parece que el Sol vaya a ser el culpable de nuestra extinción como especie, ni siquiera que vayamos a volver a tiempos preindustriales, como afirmaban algunos agoreros. Lo que es lamentablemente cierto es que estamos retrocediendo a los tiempos anteriores a la victoria de la democracia como forma de gobierno ideal. La sociedad se está viendo arrastrada a un nuevo periodo reaccionario, una vez se terminó unilateralmente el conflicto entre capitalismo y socialismo con la caída del telón de acero, con el beneplácito de las urnas. Los derechos conseguidos a base de lucha social, con víctimas innumerables a lo largo de casi dos siglos de concienciación de clase por parte de los estratos más desfavorecidos de la nueva sociedad que derribó el Antiguo Régimen, empiezan a perderse bajo los argumentos de la imperiosa necesidad de mantener el sistema económico basado en el consumo desmedido y el agotamiento de los recursos naturales. El individualismo promovido por la nueva forma de sociedad nacida tras la última guerra mundial ha terminado dando frutos. El secreto para mantener a la población alienada y abotargada era facilitarles el acceso a la ilusión de vivir a todo confort, al estilo de los aristócratas de antaño. Primero fueron los burgueses como clase social que serviría de colchón entre pobres y ricos, las dos clases sociales que nunca dejaron de existir; luego se amplió a la clase trabajadora con la concesión de derechos que, como estamos viendo, eran sólo un cebo efímero. El derecho a poseer es la mejor manera de convertir a un hombre en un defensor a ultranza de las ideas más conservadoras y arrebatarle la libertad. Nadie aspira al cambio cuando tiene algo que perder. 

Asistimos al desmantelamiento de la sociedad del bienestar porque lo que prevalece es la doctrina del bien individual frente al colectivo. Los reticentes a aceptar la misma fueron convenientemente subvencionados para crear asociaciones como forma de dividir el descontento y fracturarlo en pequeñas células temáticas. Lo que podía haber sido una forma de reivindicación del verdadero significado de la globalización, la red virtual y sin fronteras que iba a ser internet, ha terminado siendo una herramienta al servicio del poder, una ventana abierta por la que los servicios de inteligencia de los estados recaban información para controlar a las masas. La cultura ha dejado de ser crítica para con la sociedad en la que se gesta. El mercantilismo ha convertido cualquier expresión artística innovadora y vanguardista en moneda de cambio o en fenómeno de masas, banalizando su mensaje inicialmente crítico al hacerlo multitudinario. Las drogas ya no son un problema. Quien no consume sustancias prohibidas hace lo propio con las socialmente aceptadas: antidepresivos, tranquilizantes, hipnóticos, alcohol, tabaco.

Incluso los alimentos y el agua, los verdaderos productos imprescindibles para la subsistencia, empiezan a ser controlados por multinacionales y a cotizar en bolsa. El control de los combustibles fósiles ya no se dirime en las mesas de negociación sino en campos de batalla donde muchos mueren para que sigan funcionado nuestros automóviles. Millones de personas mueren a diario por hambrunas, epidemias, matanzas genocidas, mientras en el primer mundo protestamos airados porque no podremos mantener el nivel de vida al que estábamos acostumbrados. 

No se qué pensar. Me parece que el fin del mundo al que se referían las profecías era esto. Lo malo es que, de seguir así, estaremos dando marcha atrás en lugar de progresar. Y eso nunca ha sido bueno. Puede que estemos a punto de entrar en otra Edad Media disfrazada de Edad de Oro. 

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