Miedo

Hace diez años no lo pensé dos veces cuando tuve la oportunidad de marchar fuera a buscar trabajo. Viajar era para mi una forma de vida, no en vano llevaba vagabundeando, allá donde me llevara mi profesión o la falta de oportunidad para trabajar en ella, un lustro. Ni siquiera sentía el más mínimo resquemor a empezar de cero en cualquier lugar donde tuviera garantizado un empleo. Incluso cuando volví a España, tras aceptar una buena oferta en un proyecto, lo hice con la intención de volver a irme. Pero si uno aprende algo durante el paso de los años es que no se pueden hacer planes. Si saber cómo pasaron diez años y me fui dejando arrastrar a la vida sedentaria que, en contra de lo que siempre había pensado, también tenía sus ventajas. Luego vino la enfermedad. Lo peor de perder la estabilidad emocional es el miedo que acompaña a las otras dolencias propias de la depresión, miedo a no saber cuando va a caer sobre ti la negrura en el ánimo; miedo a no ser capaz de levantar cabeza frente al cepo de la desazón y las ganas de morir postrado en un sofá. Ese temor te arrastra y te vuelve precavido, prudente, pusilánime. Por suerte la medicación puede mejorar considerablemente los efectos de la enfermedad, pero el miedo permanece agazapado en las sombras de la mente, abrazado alrededor de la iniciativa que siempre tuve frente a los problemas; la confianza que tuve una vez en mis capacidades para superar la adversidad ya nunca viene sola, sin dudas, sin que aparezca un velo de incipiente ansiedad ante el futuro.

Estoy bastante mejor, empero, y he logrado centrarme lo suficiente como para estudiar un máster con bastante buen resultado académico. Pero cuando he empezado a plantearme la posibilidad de marchar fuera, ante las limitadas expectativas que se me ofrecen aquí, empezando a planificar un posible traslado, me ha asaltado de nuevo la ansiedad. Llevaba mucho tiempo sin preocuparme de nada más allá de veinticuatro horas vista, evitando forzar mi mente al adentrarla en las procelosas aguas de la duda razonable acerca del pasado mañana. Supongo que es normal algo de nervios ante un cambio y que todos sufrimos algo cuando nos enfrentamos a una situación similar, pero yo me quedo paralizado por un terror indescriptible ante la visión de un futuro a medio plazo. Ayer, cuando terminaba mi labor de prospección acerca de algunos aspectos de un posible viaje en busca de mejores oportunidades laborales, empecé a sentirme mal. Se agolparon en mi cabeza miles de sensaciones, obligando a mis sentidos a asimilar a la vez todo un conjunto de experiencias ya vividas hace un decenio: la búsqueda de un lugar donde vivir, la sucesión de entrevistas de trabajo, la incertidumbre acerca del éxito de las mismas; la adaptación a nuevas costumbres y hábitos, el constante esfuerzo de pensar en otro idioma; el estar alejado de mi hijo, de mis padres ya mayores, etc.

No he dormido bien. He despertado de una leve modorra para encontrarme sumido en un pésimo estado anímico. No tengo ganas de nada, pero tengo que obligar a mi cabeza a estar ocupada para que no quede sitio en ella para negros pensamientos. Dejaré de momento los planes, volveré a esconderme en el día a día, en la seguridad de lo conocido, de lo cotidiano. Saldré a hacer la compra, luego a  caminar un poco. Puede que pinte las paredes del pasillo de entrada a casa: empieza a estar demasiado ennegrecido por las manchas de humedad. Intentaré terminar los artículos que tengo a medio redactar para enviarlos a publicar. Todo lo que esté en mi mano para que pase el día lo más rápido posible y no me asalten los pensamientos acerca del descanso que me proporcionaría terminar con todo, acerca de lo fácil que sería hacer un nudo corredizo a una de las cuerdas que guardo en el trastero y adornar mi cuello con ella para ser malabarista en una improvisada horca. Llenar el día con vida para no pensar en la muerte. El que sufra la misma dolencia sabe bien de lo que hablo, de la lucha interna bioquímica que tiene lugar en nuestro cerebro y que reconocemos en el instante que empieza a tener lugar, por mucho que los psicólogos lo atribuyan a causas ajenas a la fisiología. La batalla entre el miedo y la bravura de vivir un día más, al menos.

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