Nauseas

Sigo despertándome todas las mañanas con nauseas. No puedo comer nada hasta bien pasadas las diez. Lo único que me pasa por el gañote es el ritual del café con leche y cigarrillo que, a pesar de ser consciente de que me está matando lentamente, me da los buenos días y me ayuda a rebajar las ganas de vomitar. Como buen hipocondríaco, ya he acudido repetidas veces a mi médico de cabecera para ver si me descubría alguna enfermedad maligna de las que imagino a diario me están comiendo por dentro. Después de realizados los análisis correspondientes y revisados éstos por el doctor, siempre me dice lo mismo: que estoy sano como una pera y que las nauseas se deben, con casi total seguridad, a causas psicosomáticas. Puede ser, no digo que no, pero aún me deja un resquicio de duda que irá aumentando de tamaño hasta la siguiente visita al consultorio.

Pienso que todo se debe, realmente, al vértigo que me acompaña al despertar a un nuevo día. Desde que decidí, por el bienestar de mi salud mental, no aventurarme más allá del vivir día a día, es como si abriera los ojos por primera vez con cada amanecer. Me siento como un naufrago que arriba a una playa desierta, arrojado por las olas a la arena, inconsciente, que vuelve en si sin saber muy bien cómo ha sobrevivido al hundimiento de su nave. Me asomo a la ventana y disfruto momentáneamente de la espléndida visión del mar, hasta que me acongoja pensar en su inmensidad. Necesito entonces ponerme a trabajar para no dejar sitio en mis pensamientos a la negrura que segregan mis neuronas faltas de serotonina. La ociosidad es mi peor enemigo, lo que no deja de preocuparme ante la evidencia de que nunca podré ser un jubilado como los demás: no podré apoyarme en una valla de obra para observar como unos trabajadores abren una zanja, no podré sentarme en un banco del parque a dar de comer a las palomas; no podré salir a pasear por la playa relajadamente, sin prisas por retornar a una tarea.


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