Mamá, quiero ser artista ( Capítulo I )

It's not what your are, it's what you don't become that hurts.
Oscar Levant



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Siempre quise ser artista, pero la naturaleza no me agració con los dones necesarios para lograrlo. Tuve desde pequeño una inclinación natural hacia la creación de mundos imaginarios, la invención de enrevesadas tramas, y la mentira, como embellecimiento de una verdad que me insultaba por lo gris. Leer, mi única afición constante, no me ayudó precisamente a mejorar mis posibilidades de convertirme en un miembro provechoso de la sociedad; empeoró mi estado de ensoñación constante para desesperación de mis padres. Ni siquiera mi ingreso en un buen colegio religioso, famoso por haber dado próceres a la política estatal inculcando por igual el temor de Dios y el afán por la fortuna personal, cambió en un ápice mi forma de ser. Tanto fue así que, llegado a la edad adolescente, viendo mis progenitores que era un dispendio superfluo mantenerme en el colegio, decidieron arrojarme a las fauces de la educación pública para que terminara el bachillerato sin tan gravoso coste como hasta el momento. 

Craso error, pues en esos años los institutos de bachillerato eran hogar de librepensadores, artistas plásticos, músicos de la "movida", y otros monstruos de la fauna cultural de los 80, que no dudaban en inculcar a las inocentes almas púberes el desprecio a lo burgués, el valor del alma cultivada en ciencia y letras, y lo excelso de la búsqueda de la belleza. Así fue como seguí en el camino de la cultura, alejándome cada vez más de la fructífera notaría que mi padre aspiraba a verme regentando como titular tras esforzada oposición. Ya no me bastaba con dibujar monigotes en todos los espacios en blanco que me encontraba, malas compañías me enseñaron a apreciar la música en su más amplia definición. Tanto fue así que me encontré de pronto atrapado en la secta de los compradores de discos de vinilo, los asiduos a conciertos, e incluso aprendí a tocar la guitarra eléctrica. La cultura empezaba a devorarme las meninges, incapacitándome para ser un hombre de provecho. Un aciago día me di cuenta de que me había convertido en un bachiller de letras puras, de griego y latín. No quise dar un disgusto a mis padres y oculté durante dos años la vergonzosa realidad ocultando los libros de texto de lenguas muertas bajo tapas de ejemplares de tratados de economía aplicada y física elemental. 

Terminado el COU llegó el momento de dar la cara y afrontar la realidad: sería un peligroso ser antisocial y estudiaría Historia. Iba a comunicar a mi padre mi decisión cuando, de improviso, me alargó unas diez mil pesetas (de las de antes, nada que ver con la mierda que son ahora sesenta euros). Fue tal la expresión de felicidad en la cara del paterfamilias que no me quedó otra que asentir con la cabeza cuando, dándome palmaditas en la espalda -máxima expresión de cariño de la que era capaz-, me animó a estudiar mucho en la facultad de Derecho para poder terminar cuanto antes la carrera y, una vez licenciado, aspira mediante el estudio al Olimpo de los notarios. Money talks, qué puedo decir...

Me vi matriculado en la facultad de Derecho, reencontrándome con mis antiguos compañeros de colegio de pago, todos con la clara pretensión de convertirse en prestigiosos abogados. Gracias a la providencia no tardé en encontrar a otros malhechores devorados por el ansia creativa, gente sin espíritu lucrativo y preocupados más por el hecho estético que por la supervivencia en un mundo mercantilista. Dediqué ese año, pues, a mejorar mis habilidades sociales durante largas caminatas por parques, mercadillos populares, museos y galerías de arte, cafeterías de copa y tertulia, y librerías de viejo.

Pronto se hizo evidente que mi destino no estaba en la descodificación de las leyes para el vulgo -no otra cosa es un abogado-, sino más bien en aquella mi primera elección frustrada por diez mil pesetas y un espíritu pusilánime. A pesar de que aprobé un par de asignaturas (afirmación que resulta cuanto menos aventurada sin tener un certificado académico presente, pues tiendo a terminar creyendo mis propias mentiras piadosas de lo harto repetidas, pero que daré por válida aquí), terminé teniendo que destrozar la ilusión a mi padre comunicándole que trasladaba el expediente a la vecina facultad de Geografía e Historia. Se vio así mi progenitor privado de la oportunidad de verme ganar dinero a espuertas con una pluma y aceptó, no de muy buen grado, la realidad de tener un hijo bueno para nada al que terminarían haciendo desaparecer los militares en el caso de un giro de los acontecimientos del momento. Fue entonces cuando me convertí en el "maricón o comunista" de las reuniones familiares, siendo apartado definitivamente del listado de buenos ejemplos para mis primos menores.

(Continuará...)







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