Profesional del desencanto
No puedo evitar recordar con nostalgia aquellos años de juventud en los que tenía aún sueños e ilusiones. El mundo parecía un lugar por el cual se podía hacer algo, un sitio donde la paz mundial era algo más que un cliché de aspirante a Miss Universo; una tierra de promesas para quienes no habíamos llegado a descubrir todavía que el verdadero Dios que adora el hombre es él mismo. Ser idealista era algo que pertenecía a la edad de la ingenuidad, más que nada porque veníamos de un tiempo en el cual las cosas más valiosas no tenían precio: la libertad de vagar por los descampados de los alrededores del barrio, el primer beso robado bajo la tenue luz de un portal, las canciones de la radio.
Recuerdo a mi padre insistiendo en que tenía que dejar de estar todo el día pensando en las musarañas, cada vez que me sorprendía dibujando monigotes en lugar de estudiar. Yo, como es natural en esos años, no le hacía mucho caso, soñando con convertirme en el nuevo Ibáñez. La cosa fue a peor cuando descubrí que había materias que me interesaban mucho más que las demás, por desgracia ninguna que pudiera decirse útil para labrarse un sólido futuro: la filosofía, el latín y el griego, la historia, la literatura.
Las opciones que empezaban a vislumbrarse según avanzaba en el bachillerato eran limitadas: podría ser periodista o profesor por oposición; quizás incluso abogado, lo que dejaba un resquicio de esperanza en mi progenitor de verme alcanzando lo mas alto en su lista de profesiones de alto rendimiento económico y poco esfuerzo físico: notario. Pero mis expectativas de la vida eran mucho más sencillas e ingenuas, por culpa del desconocimiento de la realidad de la vida y por creer a pies juntillas las ficciones televisivas. Pensaba que ser periodista era como veía en 'Lou Grant', que los abogados eran todos como Galiardo en 'Turno de Oficio'; ser profesor, influido por la suerte de tener buenos maestros, era una vocación en la que lo más importante era hacer hombres y mujeres del mañana, librepensadores y justos.
La primera venda que cayó fue la que idealizaba el mundo de la abogacía. Matricularme en Derecho fue un acto irreflexivo, fruto de las ganas de agradar a mi padre; a pesar de su convencimiento de que he hecho toda la vida lo que me ha salido de los cojones, no fui verdaderamente libre de la freudiana intención de hacer lo que de mi se esperaba hasta que no fui yo el padre. Hice lo que pude, pero con los primeros exámenes vi que aquello de memorizar artículos e interpretaciones de la ley no era lo mío, por no hablar de lo de pasar cinco años en una competición constante por coger sitio en la biblioteca para estudiar en grupo o el acertado análisis grafológico del profesor Murga (tras ni primer exámen de Derecho Romano dictaminó, por la forma en que mi caligrafía convertía los rabitos de las 'aes' en pequeños falos erectos, que lo mío no era la abogacía, aconsejándome que dejara la carrera).
Así, tras dedicar el resto del curso a disfrutar de un año sabático en compañía de mi amigo Enrique, visitando cafeterías y bares del centro, galerías de arte y museos, y mucha biblioteca por afán lector, decidí trasladar expediente a la vecina facultad de Geografía e Historia.
La idea de ser profesor empezó a tambalearse cual castell nada más ver que, de la plantilla de docentes allí ejerciendo, pocos se salvaban de ser unos egocéntricos intelectuales que hubieran hecho las delicias del sistema educativo alemán de entreguerras, ya fuera por su condición de débiles mentales, ya por su segura adhesión al NSDAP, probablemente algo que va íntimamente unido. Las excepciones, eso sí, eran brillantes ejemplos de cómo se debe enseñar a un universitario a pensar y tener espíritu crítico, algo digno de elogio en un lugar donde pululaban individuos que afirmaban que el arte murió con Goya o que el golpe de estado del 36 había sido el comienzo de una cruzada. No me quedó otro remedio que planificar mi estancia en la universidad como una oportunidad de hacer uso de los excelentes fondos bibliográficos disponibles, no creo haber tenido la posibilidad de leer tanto después.
Fue por estos años que descubrí que el periodismo no era más que parte del sistema, una profesión de voceros del poder en la que si no bailabas el agua de una u otra tendencia política no tenías más futuro que la marginalidad profesional reservada a los incorruptos defensores de la ética periodística. Lógicamente, habiéndose creado una carrera específica para la profesión, los cachorros de la prensa terminaron por creerse que no había otro remedio que adaptarse a las circunstancias y así cayeron en el convencimiento de su accesorio papel en la sociedad. Sabrán a qué me refiero sólo con repasar la producción periodística de los últimos veinte años.
La puntilla a mi intención de dedicarme a la docencia me la dio el paso por el CAP, cuando me destinaron a las prácticas en un instituto sevillano. El profesor que me supervisaba las mismas me facilitó un listado con los nombres de los alumnos, procediendo a hacerme una taxonomía de los mismos según sus cualidades, como si se tratase de un material inanimado con grados de maleabilidad. Al escuchar su definición de una de las alumnas: "carne de cañón". Recibí mi certificado de aptitud pedagógica con la intención firme de no convertirme en uno de esos maestros que, derrotados por el día a día, abandonan la vocación para instalarse en la comodidad de la educación como proceso seriado. Me asustó la responsabilidad de poder estropear, incluso con la mejor de las intenciones, algo tan importante para mi como un intelecto en formación.
Cuando tuve la oportunidad de dedicarme a la arqueología, no me lo pensé dos veces: iba a trabajar con restos materiales que, si bien podían interpretarse de distintas formas, seguirían siendo evidencias palpables de una realidad pasada. Tampoco tardé mucho en darme cuenta de que los males que afligían otras profesiones descartadas también contaminaban la disciplina de los basureros de la historia. La verdad era sustituida por planteamientos teóricos que determinaban el punto de partida de esta, lo que la despojaba de su esencia ideal. No obstante, el placer de ser, objetivamente, el primero que veía un pavimento romano o un muro fenicio tras siglos de permanecer oculto, tampoco tenía precio. Lo que se paga a un profesional de la arqueología es lo mínimo para que pueda cumplir con todas las regulaciones a la que está sujeta la práctica en el mundo real, fuera de los ambientes que cuentan con presupuesto público.
Supongo que todo esto no es más que una breve descripción de mi maduración como persona, algo que consiste -sobre todo si la vida se empeña en presentarse en todo su esplendor realista- en ir dejando por el camino la ingenuidad, los sueños y esperanzas. Pero hay dos maneras de enfrentarse a ello: aceptar que se trata de una lucha continua y mantenerse en los principios que determinan la catadura moral de una persona o rendirse a lo aceptado como natural, la venta de uno mismo a cambio de conceptos burgueses como la seguridad o la posición social. Acepto, sin embargo, que quizás no he tenido la oportunidad siquiera de pensar en ponerme a la venta. No sigo siendo tan cándido como para no saber que todos tenemos un precio, sólo que los que presumimos de insobornables lo tenemos más alto, quizás porque nuestra autoestima reside en el valor que otorgamos a la integridad.
A modo de epílogo, debo reconocer que sigo siendo un idealista -con las malditas responsabilidades de la edad adulta, a mi pesar- y todavía me parto la cara con cualquiera que cuestione la necesidad de proteger, conservar y gestionar adecuadamente el patrimonio Cultural. Pasar por el MARPH no ha hecho más que reforzar mis posiciones, comprobando que hay un buen material humano en la retaguardia (por juventud, no por falta de conocimiento y dedicación) que continuará la tradición del perdedor.
Sigo trabajando con mi psiquiatra, empero, en la modificación de estos patrones de conducta que, si no se tratan, me llevarán, con seguridad, a terminar mis días en la indigencia. Estamos partiendo de la base, según mi loquero, de la necesidad de unos ingresos fijos mensuales de al menos tres mil euros para acabar con las tendencias depresivas surgidas de los daños que provoca golpear la testuz repetidamente contra la misma piedra. Ni que decir tiene que, como podrá comprobarse, he encontrado un profesional médico con la misma mente ingenua que servidor, desconocedor de la condición de cenicienta que la Cultura tiene en este país y, obviamente, feliz en la alegría de haber elegido una dedicación de las de a cien euros la consulta. El tratamiento no debe estar dando resultados porque cada día me adentro más en la oscuridad. Estoy empezando una tesis doctoral y todo: planeo que sea mi canto de cisne como paladín de la ingenuidad en el trabajo patrimonial. Todavía tengo esperanzas, a pesar del Escitalopram diario, pero son las últimas. Cuando agote estas reservas he decidido exiliarme a otro país, conseguir un trabajo de friegaplatos en cualquier cocina y dejar la vida pasar plácidamente a mi alrededor. Veré mucho la televisión, iré al fútbol los domingos y me portaré como un energúmeno. Ocultaré a todos mi pasado y, seré de esos que cuando escuchan la palabra cultura corren a por su pistola. La felicidad del ignorante voluntario.
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